MÓDULO 3
Tema 5. Depresión, suicidio y trastorno bipolar
M.ªJ. Mardomingo Sanz
Resumen
La depresión y el trastorno bipolar pertenecen al grupo de los trastornos del ánimo. Son dos entidades relacionadas entre sí, pues el trastorno bipolar se compone de episodios de depresión y sufrir una depresión es un factor de riesgo de trastorno bipolar. La complicación más grave de ambas patologías es el suicidio, que suele precederse de ideas suicidas y es la causa más frecuente de muerte. Son trastornos psiquiátricos poco habituales en la infancia, pero las tasas aumentan a partir de la pubertad. La depresión afecta al 11% de los adolescentes, y el 10-26% de los jóvenes presentan sintomatología depresiva leve o moderada, especialmente los que tienen enfermedades crónicas. El suicidio es la tercera causa de muerte en la adolescencia. La depresión y el trastorno bipolar ocasionan un gran sufrimiento en los niños y ensombrecen su futuro, con un mayor riesgo de fracaso escolar, dificultades interpersonales, comorbilidad psiquiátrica y suicidio. Es fundamental que el pediatra sepa detectar estos trastornos, dada la gravedad que implican y su tendencia a evolucionar de forma crónica, y dada también la mejoría que pueden experimentar con el tratamiento.
Introducción
La depresión y el trastorno bipolar pertenecen al grupo de los trastornos afectivos o trastornos del ánimo. Son dos entidades relacionadas entre sí, ya que el trastorno bipolar se compone de episodios de depresión y sufrir una depresión es un factor de riesgo de trastorno bipolar. La complicación más grave de ambas patologías es el suicidio, que suele precederse de ideas suicidas y es la causa más frecuente de muerte.
Aunque se trata de trastornos psiquiátricos poco habituales antes de la pubertad, sobre todo el trastorno bipolar, es fundamental que el pediatra los conozca y sepa detectarlos dada la gravedad que implican y su tendencia a evolucionar de forma crónica, y dada también la mejoría que pueden experimentar con el tratamiento.
La sintomatología depresiva forma parte de muchas enfermedades pediátricas, ocasiona un gran sufrimiento a los niños, condiciona su vida y ensombrece su futuro. No es infrecuente que las ideas suicidas que se diagnostican en la adolescencia hayan comenzado en la infancia y nadie lo haya detectado. Por otra parte, tanto las tasas de depresión como las de trastorno bipolar aumentan a partir de la pubertad, y es el pediatra la figura de referencia para que se haga un diagnóstico temprano. Una última consideración es que tanto la depresión como el trastorno bipolar se caracterizan por plantear dudas diagnósticas, por lo que es necesario conocer los criterios diagnósticos y el diagnóstico diferencial, así como las pautas de tratamiento.
A lo largo de este capítulo se abordan, desde un enfoque eminentemente clínico, aquellos aspectos de la depresión, el trastorno bipolar y el suicidio que se consideran más relevantes para el pediatra.
Depresión
Definición
La definición de depresión en los niños y adolescentes es la misma que para los adultos, con pequeñas diferencias en función de las distintas etapas del desarrollo. Esto significa que se trata de una misma patología que puede manifestarse en cualquier etapa de la vida, aunque la edad en que aparece le confiere algunas características particulares desde el punto de vista clínico, etiopatogénico, pronóstico y de respuesta al tratamiento1.
La característica esencial que define la depresión es el hundimiento del ánimo, que es lo que significa la palabra latina deprimere, de donde procede etimológicamente el término «depresión». El cuadro clínico consiste sobre todo en tristeza, decaimiento, anhedonia, irritabilidad, aburrimiento, alteraciones del sueño y del apetito, dificultades de atención y concentración, e inquietud motriz o, por el contrario, lentitud. Estos síntomas persisten a lo largo del tiempo, repercuten en la vida diaria del niño o del adolescente y no mejoran con medidas o actividades que habitualmente les gustan y les hacen disfrutar. El cuadro depresivo nada tiene que ver con las variaciones del humor propias de cualquier niño normal, ni por la intensidad, ni por la duración, ni por la respuesta a las medidas ambientales, ni por la complejidad del cuadro clínico.
La quinta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), de 2013, mantiene los mismos criterios diagnósticos de depresión que la edición anterior, el DSM-IV-TR. El diagnóstico de un episodio depresivo mayor requiere la presencia de 5 de 9 síntomas posibles. Además, existen varios subtipos de depresión mayor de acuerdo con la gravedad de la depresión, la naturaleza de los síntomas vegetativos, la duración de la alteración del ánimo y su relación con algún acontecimiento vital, como, por ejemplo, el cambio de estación o una experiencia estresante.
Según la décima edición de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-10), de 1992, para diagnosticar una depresión mayor se requiere la presencia de 4 de una lista de 10 síntomas.
Entre ambas clasificaciones existen algunas diferencias. Por ejemplo, la CIE-10 incluye la «pérdida de confianza y autoestima» y considera algunos síntomas somáticos como definitorios del cuadro depresivo, lo que no ocurre en el DSM.
Los trastornos depresivos siguen un continuo desde los cuadros más leves a los más graves. En el extremo menos grave se encuentra el trastorno adaptativo con ánimo deprimido, que es de grado leve o moderado y tiene lugar como respuesta a una situación estresante. El trastorno depresivo no especificado consiste en un cuadro clínico leve, de carácter subsindrómico, que consta de un síntoma central, como tristeza, irritabilidad o anhedonia, junto con otros tres síntomas de depresión mayor. En la CIE-10 recibe la denominación de «episodio depresivo leve». Tanto el trastorno adaptativo como el no especificado pueden ser el antecedente de una depresión mayor, por lo que en ningún caso deben minimizarse. En el otro extremo se encuentra la depresión mayor.
La depresión con patrón estacional se caracteriza porque suele darse en un periodo concreto del año, por ejemplo, en otoño o en primavera, y abarca 60 días. Es interesante que el pediatra lo tenga en cuenta, ya que puede confundirse con los problemas de adaptación propios del comienzo de curso. En una ocasión una adolescente de 15 años se arrojó por un puente de la M-30 en Madrid; era el tercer episodio de depresión que presentaba y la sintomatología se había atribuido a las dificultades de la adolescencia y al estrés del comienzo del colegio.
El DSM-5 introduce dos nuevas entidades: el trastorno de desregulación del ánimo y el trastorno disfórico premenstrual. La razón de la inclusión del primero es evitar que se diagnostique a los niños un trastorno bipolar de forma prematura. Es un tema que aún no está cerrado. Otra novedad es la desaparición del concepto de «distimia», que pasa a denominarse «trastorno depresivo persistente», que a su vez incluye la depresión crónica. El motivo de ello es la dificultad para diferenciar una distimia de una depresión crónica.
Epidemiología
Se ha constatado un aumento paulatino a lo largo del siglo xx de las tasas de depresión en la población general2, con un descenso de la edad de comienzo de los síntomas; de esta forma, la depresión ha dejado de ser históricamente una enfermedad exclusiva de los adultos para pasar a serlo también de los adolescentes y los niños. La complejidad de la vida contemporánea (soledad, menor contacto personal, trabajo excesivo, materialismo, competitividad…), junto con nuestro actual estilo de vida (sedentarismo, alimentación inadecuada, obesidad, carencia de sol, pocas horas de sueño…), aumenta el riesgo de sufrir enfermedades metabólicas y cardiovasculares y enfermedades crónicas, y se asocia asimismo a un mayor porcentaje de depresión2.
Las tasas de depresión se sitúan en torno al 1-2% en los niños y al 3-11% en los adolescentes3, con una prevalencia de vida del 20% al final de la adolescencia4. En estudios españoles, la prevalencia de depresión mayor es del 1,8% en niños de 9 años, del 2,3% en adolescentes de 13-14 años y del 3,4% en jóvenes de 18 años (tabla 1).
La prevalencia en preescolares es del 1,12%5. Un 10-26% de los adolescentes sufren sintomatología depresiva, que es grave en el 2% de los casos y leve en el 8%. En la infancia la depresión afecta por igual a ambos sexos, pero a partir de la pubertad afecta más a las mujeres, con una ratio de 2/1, lo que se atribuye a los cambios hormonales de este momento vital, a que las mujeres sufren más ansiedad y a razones sociales y culturales.
Factores etiopatogénicos
La depresión, como la mayoría de los trastornos psiquiátricos, es una enfermedad compleja en la que intervienen múltiples causas y mecanismos. Unas veces se trata de factores predisponentes, que elevan el riesgo de sufrir la enfermedad, y otras veces son factores desencadenantes, moduladores o mantenedores del cuadro clínico.
Los factores etiopatogénicos más destacados son los genéticos y epigenéticos, neuroanatómicos, neuroquímicos, neuroendocrinos, inmunológicos, ambientales y familiares, que a su vez están estrechamente relacionados entre sí6.
Factores genéticos
El componente genético de la depresión se comprueba en los estudios de familiares y de gemelos. Se calcula que el riesgo de sufrir depresión se multiplica por 2-4 en los familiares de primer grado, y el hecho de que los padres sufran depresión multiplica por 3 el riesgo de que los hijos la tengan, así como la probabilidad de sufrir ansiedad. La depresión de la madre favorece la depresión de los hijos y el que experimenten ideas de suicidio7.
Los estudios realizados en gemelos detectan una concordancia del 76% en los gemelos monocigóticos para los trastornos afectivos, frente al 19% en los dicigóticos. Otros trabajos han observado resultados similares, con una concordancia del 40-65%. Cuando los gemelos monocigóticos han vivido separados, el porcentaje de concordancia desciende al 67%; esto indica una interacción entre factores genéticos y factores ambientales, y el importante papel de estos últimos en la expresión de los genes. Otro dato que revela hasta qué punto es fundamental la interacción genes-ambiente es que los portadores de una o dos copias del alelo corto del gen transportador de la serotonina (5-HTTLPR) son particularmente sensibles a los factores ambientales estresantes, lo que se traduce en un riesgo mayor de sufrir depresión y de que ésta se manifieste pronto. El comienzo temprano de la depresión es un factor de mal pronóstico, con tendencia a un curso clínico crónico y altas tasas de comorbilidad.
Factores neuroquímicos y neuroanatómicos
La hipótesis aminérgica de la depresión partió de la observación del efecto terapéutico de los fármacos antidepresivos, que actúan (entre otros muchos mecanismos) aumentando la disponibilidad de los neurotransmisores en la sinapsis. Tanto la serotonina como la dopamina y la noradrenalina desempeñan un papel esencial en la regulación del humor, la estabilidad de los impulsos y el equilibrio de las emociones.
Las estructuras anatómicas que están más implicadas en la regulación del estado de ánimo son el sistema límbico, la corteza cerebral, los ganglios basales, la amígdala, el tálamo, el hipotálamo y algunas partes del tallo cerebral. En la depresión mayor tiene lugar una alteración de la corteza frontoorbitaria ventral y del sistema límbico, cuya función es regular los estados emocionales; esa alteración es mayor en el hemisferio izquierdo8. El sistema límbico regula la mayoría de las funciones biológicas que se alteran en los cuadros depresivos, como el ritmo sueño-vigilia, el hambre-saciedad, el ciclo menstrual, el humor y la capacidad para disfrutar de la vida. Todas estas funciones pueden modificarse por factores tanto externos como internos, como el tratamiento farmacológico, la psicoterapia, el humor, la luz solar, las horas de sueño, y acontecimientos vitales, familiares y sociales.
Factores estresantes
Uno de los aspectos que despiertan mayor interés en la etiopatogenia de la depresión es el estrés experimentado a lo largo de la vida, comenzando por las circunstancias adversas durante el embarazo y los primeros años del niño. El estrés modifica el desarrollo del sistema nervioso, perturba el eje hipotálamo-hipófisis-suprarrenal, origina alteraciones inmunológicas, modifica la expresión de los genes, y da lugar a enfermedades médicas y psiquiátricas, muy especialmente depresión. Los pacientes con depresión tienen una mayor sensibilidad al estrés, con cifras más altas de cortisol y de glucocorticoides ante circunstancias adversas y un tiempo de recuperación de estas cifras más prolongado que los sujetos sanos.
La vulnerabilidad individual a los factores estresantes y a las circunstancias ambientales adversas es un mecanismo fundamental de depresión a cualquier edad. Esa vulnerabilidad depende de mecanismos genéticos y epigenéticos, pero también de circunstancias ambientales como la interacción padres-hijo, los conflictos familiares, los acontecimientos vitales estresantes o la pobreza.
En la tabla 2 se resumen los factores de riesgo familiares más significativos1.
Clínica
La clínica de la depresión varía con la edad, el desarrollo cognoscitivo y emocional del niño, y la capacidad verbal para expresar emociones y sentimientos. No obstante, algunos síntomas son similares. En el niño pequeño predominan la irritabilidad, la tristeza, la negativa a separarse de los padres y a colaborar, y los cambios de actividad. En la edad escolar aparecen las dificultades de atención y concentración, el ánimo deprimido e incluso las ideas de suicidio. En la adolescencia el cuadro clínico es parecido al del adulto (tabla 3).
En términos generales, los síntomas más frecuentes en los niños son la expresión triste, las quejas somáticas, la hiperactividad, la ansiedad por separación y las fobias, mientras que en los adolescentes predominan la anhedonia, la hipersomnia, la pérdida o el aumento de peso y el abuso de drogas. El ánimo deprimido, las dificultades de comunicación, los trastornos del sueño y la escasa autoestima se dan de forma similar en ambas edades.
La depresión en los preescolares ha comenzado a recibir atención por parte de los investigadores desde hace no mucho tiempo. Spitz y Bowlby describieron el cuadro de la «depresión anaclítica» en niños institucionalizados como respuesta a la separación del niño de la madre, observándose las fases de protesta, desesperación y rechazo. Se trata de un cuadro clínico cada vez menos habitual gracias a la mejora de las condiciones de los centros de acogida, pero que conviene no olvidar. El niño se muestra irritable, apático, ansioso, sin interés y triste. La evaluación de estos síntomas requiere la experiencia y sensibilidad del pediatra. Los niños pequeños no utilizan el lenguaje de los adultos para contar lo que les pasa. La mímica, el gesto, las posturas que adopta, la inquietud o, al contrario, que apenas se mueva, el descontento, las crisis de llanto, los cambios en la alimentación y en el sueño y el rechazo del adulto son datos significativos.
En una ocasión acudió a la consulta de psiquiatría una niña de 4 años remitida por su pediatra. A raíz de un proceso infeccioso que había requerido hospitalización, pero que evolucionó bien, se negaba a volver al colegio, no soportaba separarse de la madre, estaba alterada e irritable, no quería jugar con los hermanos, comía mal y lloraba por cualquier cosa e incluso sin motivo. Los padres estaban muy angustiados, veían que su hija –antes una niña alegre, activa, simpática y cariñosa– sufría, y no sabían qué hacer. El cuadro depresivo remitió, pero a los 13 años presentó un nuevo episodio que se repitió a los 18 años. En la familia había antecedentes de depresión.
La sintomatología clínica de la depresión en la edad escolar es más fácil de diagnosticar, ya que a partir de los 7-8 años el niño es capaz de describir de forma más apropiada los sentimientos de tristeza, inutilidad y decaimiento. Son frecuentes la expresión triste, el llanto, la lentitud motriz o la hiperactividad, los sentimientos de desesperanza y la deficiente imagen personal, así como la disminución del rendimiento escolar, las cefaleas y las gastralgias. A medida que avanza la edad se observan también dificultades de concentración, y el niño expresa con más nitidez la sensación de apatía, los sentimientos de autorreproche y culpa, la ansiedad y la ideación suicida (incluso puede haber intentos de suicidio). Al igual que en la edad preescolar, la valoración directa del paciente tiene que complementarse con la información de los padres; esta información es especialmente valiosa para conocer la duración de la sintomatología.
El cuadro clínico de la depresión en el adolescente es semejante al del adulto. Los padres observan un cambio en el estado de ánimo y el comportamiento que puede producirse a raíz de un problema con los amigos o en el colegio, o sin que sea posible identificar un motivo. El joven se muestra triste, irritable, con variaciones en el humor, ansioso; no disfruta de las salidas con los amigos, no quiere hablar, se encierra en la habitación, empeoran las notas por los problemas de atención y concentración, y manifiesta una visión pesimista de la vida y de la gente en general. Puede negar que se encuentre mal y ser muy reticente a acudir al médico. Otros síntomas son la lentitud o la inquietud psicomotriz, el cansancio, la anorexia o la bulimia, la pérdida de peso y los trastornos del sueño, sean en forma de insomnio o de necesidad excesiva de dormir. Las ideas suicidas y los intentos de suicidio son mucho más habituales que en la infancia. Los sentimientos de inutilidad y desvalimiento llevan al adolescente a una valoración negativa e irreal de sí mismo y de sus actos, e incluso pueden tener un carácter delirante. Son comunes las dificultades para concentrarse y tomar decisiones y la lentitud de pensamiento.
Los sentimientos de soledad e incomunicación, junto con la anhedonia, que le impide disfrutar de lo que antes tanto le gustaba, constituyen una experiencia muy dolorosa. El paciente siente una profunda lejanía de las personas que lo quieren, los padres, los hermanos, los amigos, que pierden el significado personal que antes tenían para él. Ya nada tiene interés ni merece la pena. Otras veces predominan los sentimientos de inutilidad y desvalimiento, que llevan al adolescente a tener una opinión negativa e irreal de sí mismo. El paciente siente que no es nada y que no puede querer ser nada. El cuadro clínico a menudo se completa con el sentimiento de culpa. Éste se intensifica si se obtienen malos resultados en el colegio, que son consecuencia de las dificultades de atención y concentración generadas por el cuadro depresivo. También se siente culpable con los padres y con los amigos, a quienes considera que está decepcionando y a quienes percibe lejanos y distantes, por mucho esfuerzo que hagan ellos en demostrar lo contrario.
Los cambios en el sueño y el apetito también forman parte del cuadro depresivo. En cuanto a los primeros, unas veces se manifiestan en forma de insomnio: dificultad para conciliar el sueño, disminución del número de horas que se duerme, despertares nocturnos y sensación de que lo poco que se duerme no sirve para descansar. Otras veces el paciente tiene somnolencia y pasa mucho tiempo en el sofá o la cama y se niega a levantarse. Por su parte, el trastorno del apetito puede ser por exceso o por defecto, lo que se traduce en aumento o en pérdida de peso.
Otros síntomas característicos son la fatiga y sensación de cansancio, la lentitud de movimientos con sensación de pesadez o, por el contrario, la inquietud motriz, que impide al paciente estarse quieto y lo mantiene en un estado permanente de anhelo y desasosiego.
Los pensamientos sobre la muerte, las ideas suicidas, los intentos de suicidio y el suicidio consumado son los síntomas más graves y la culminación del hundimiento del ánimo y de los sentimientos de desesperanza y desolación. Las ideas de suicidio pueden haber comenzado tiempo atrás y haberse mantenido en secreto, remitiendo en momentos de mejoría y reapareciendo de nuevo cuando los problemas, que sólo habían quedado sumergidos, emergen otra vez.
La capacidad de encuentro y comunicación del médico con el adolescente es un elemento clave para el diagnóstico y para que el paciente empiece a sentirse mejor. Podrá comprender que lo que le pasa no es tan infrecuente, que no se debe a un defecto personal, que se trata de una enfermedad y que va a mejorar.
El tipo de síntomas depresivos varía con la edad. La expresión triste, las quejas somáticas, la hiperactividad, la ansiedad por separación y las fobias son más habituales en los niños, mientras que la anhedonia, la hipersomnia, la pérdida o ganancia de peso y el abuso de drogas son más comunes en los adolescentes. El ánimo deprimido, las dificultades de comunicación, los trastornos del sueño y la baja autoestima suelen darse de forma similar en ambas edades.
La distimia o trastorno depresivo persistente se caracteriza porque la sintomatología depresiva se prolonga durante un periodo de 1 año, y así como el ánimo deprimido es el síntoma fundamental en los adultos, en los niños suele ser la irritabilidad. El cuadro clínico se completa con oscilaciones del ánimo, reacciones catastróficas, intolerancia a la frustración, síntomas somáticos (como dolores abdominales y cefaleas), ansiedad, sentimiento de no ser querido y problemas de comportamiento. Cabe subrayar que aproximadamente el 70% de las personas que presentan un trastorno distímico en la infancia y adolescencia sufren en algún momento posterior un episodio de depresión mayor, lo que se denomina «doble depresión». Las características del trastorno de desregulación del ánimo se exponen en el apartado «Diagnóstico y diagnóstico diferencial».
El curso clínico de los trastornos depresivos en la infancia y adolescencia no es favorable; la patología tiende a persistir a lo largo del tiempo, con frecuentes recaídas, comorbilidad y peor adaptación psicosocial.
Comorbilidad
La depresión de los niños suele acompañarse de comorbilidad, hasta el punto de que el 40-70% de los pacientes tienen otro trastorno psiquiátrico asociado y un 20-50% sufren dos o más patologías.
Las comorbilidades más frecuentes son los trastornos de ansiedad (30-80%), el trastorno distímico (30-80%), los trastornos de conducta (10-20%), el abuso de sustancias (20-30%), el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) y los trastornos de despersonalización.
La comorbilidad empeora el pronóstico, pues favorece la falta de respuesta al tratamiento, una mayor duración del episodio depresivo, la existencia de sintomatología suicida y una peor adaptación a la vida cotidiana.
Diagnóstico y diagnóstico diferencial
La evaluación y diagnóstico de la depresión comprende los siguientes pasos: elaboración de una historia clínica detallada, en la que es fundamental la información que proporcionan los padres; exploración cuidadosa del niño, prestando atención a lo que cuenta y cómo lo cuenta; información procedente del colegio; aplicación de escalas de evaluación (si se considera preciso), y aplicación de criterios diagnósticos.
La evaluación debe abarcar la sintomatología propia del cuadro depresivo, los síntomas de la patología psiquiátrica asociada, el rendimiento académico y la adaptación familiar, escolar y social. Disponer de varias fuentes de información es de gran utilidad y, en ocasiones, imprescindible: aporta fiabilidad al juicio clínico. Saber valorar al niño y al adolescente es necesario para diagnosticarlo bien y tratarlo de forma correcta o para remitirlo al psiquiatra infantil, aunque también en este último caso es muy recomendable que el pediatra siga la evolución del niño y contribuya a que se siga el tratamiento6.
La CIE-10 (1992) y el DSM proponen los mismos criterios para el diagnóstico de depresión en niños y en adultos, excepto en el caso de la distimia, en que la duración de los síntomas es de 1 año. Ambos sistemas de clasificación se proponen minimizar la variabilidad en la interpretación de los síntomas, aportar una terminología común y contribuir a que el proceso diagnóstico tenga un carácter estándar y generalizado.
Los criterios de la CIE-10 comprenden una lista de 10 síntomas depresivos y clasifican el cuadro depresivo en leve, moderado o grave (con o sin síntomas psicóticos). En cualquiera de los tres, siempre deben estar presentes al menos dos de los tres síntomas considerados típicos de la depresión: ánimo depresivo, pérdida de interés y de la capacidad para disfrutar, y aumento del cansancio. La duración del episodio debe ser de al menos 2 semanas.
El DSM-5 mantiene los mismos criterios diagnósticos de depresión que el DSM-IV, con pequeños cambios de distribución del contenido de los apartados. Consta de una lista de 9 síntomas depresivos, de los que deben estar presentes al menos cinco y uno de ellos tiene que ser o bien un estado de ánimo depresivo o bien la pérdida de interés o de capacidad para disfrutar. La duración del episodio depresivo es de como mínimo 2 semanas y se clasifica en función de su gravedad en leve, moderado o grave, con códigos específicos para la remisión parcial, total o no especificada (tabla 4).
Como puede apreciarse, los criterios diagnósticos de ambos sistemas de clasificación son similares. La gravedad de los episodios se basa en el número, tipo e intensidad de los síntomas, y en el grado de deterioro funcional. El hecho de que la depresión coincida con un periodo de duelo no excluye el diagnóstico. Es muy importante especificar las ideas, los planes o los intentos de suicidio (véase más adelante).
El trastorno de desregulación del ánimo tiene dos características fundamentales: la irritabilidad y los episodios de descontrol (tabla 5).
El diagnóstico diferencial hay que hacerlo con aquellos procesos médicos o psiquiátricos que se acompañan de sintomatología similar. En los niños en edad preescolar lo primero que hay que descartar es que el niño sufra maltrato físico, carencias afectivas, ansiedad y trastorno de adaptación con ánimo deprimido. Los malos cuidados y los conflictos en el hogar son la primera causa de depresión en esta edad.
En los escolares hay que descartar que se trate de un trastorno de ansiedad por separación, de ansiedad generalizada o un trastorno de conducta. En los adolescentes el cuadro depresivo puede suponer el comienzo de una esquizofrenia, abuso de drogas, un trastorno bipolar o un trastorno de ansiedad. En muchos casos el diagnóstico definitivo, como sucede tantas veces en medicina, lo dará la propia evolución de la patología.
El diagnóstico diferencial entre depresión y ansiedad debe basarse en la sintomatología predominante, ya que ambas entidades van asociadas muy a menudo. En los trastornos de ansiedad predominan la angustia, la hipervigilancia, la inquietud, la inseguridad, las dudas y el pánico a males potenciales. En la depresión suelen predominar la tristeza, la irritabilidad, la anhedonia, los trastornos del sueño y del apetito, y las ideas de suicidio.
El diagnóstico diferencial con el trastorno bipolar se basa en la presencia de episodios de manía. También hay con más frecuencia antecedentes familiares de manía, hipomanía y síntomas psicóticos.
En cuanto al abuso de drogas, la depresión puede preceder o seguir a su consumo, aunque es más habitual lo segundo. El consumo de drogas se caracteriza por cambios de comportamiento y carácter, disminución del rendimiento escolar, conflictos con los padres y cambio de amigos.
Excluir el diagnóstico de esquizofrenia es imprescindible en los adolescentes y en los niños mayores, aunque no siempre resulta fácil ya que la sintomatología inicial puede ser similar. La esquizofrenia suele tener un comienzo más insidioso y puede presentar el antecedente personal de conducta extraña o de tipo esquizoide; sin embargo, también es posible que tenga un comienzo brusco, sin ningún síntoma anterior. Los antecedentes familiares de esquizofrenia o de trastorno afectivo pueden contribuir a aclarar el diagnóstico.
También puede ocurrir que la depresión se acompañe de síntomas psicóticos. En ese caso, los síntomas psicóticos desaparecen al mismo tiempo que los depresivos cuando el tratamiento antidepresivo es eficaz. Asimismo, puede suceder que el paciente sufra un episodio depresivo en el transcurso de una esquizofrenia o cuando ésta ha mejorado. Por último, puede tratarse de un trastorno esquizoafectivo, en el que los síntomas tanto psicóticos como depresivos son graves, se manifiestan a la vez y suelen tener una evolución crónica.
Por último, es fundamental hacer el diagnóstico diferencial de la depresión con otras enfermedades pediátricas, ya que son muchas las que pueden causar una sintomatología depresiva. En la tabla 6 se señalan las más comunes.
El proceso diagnóstico se completa con exploraciones complementarias, que siempre deben incluir análisis de sangre: hemograma, glucosa, creatinina, BUN, iones (sodio, potasio, calcio), función hepática (GOT, GPT, GGT) y función tiroidea (TSH, T3, T4). En aquellos casos en los que la anamnesis haga sospechar la existencia de una enfermedad pediátrica, se realizarán otras exploraciones complementarias, que variarán dependiendo de la hipótesis diagnóstica: tomografía computarizada, resonancia magnética, electroencefalograma y punción lumbar en las enfermedades neurológicas, Mantoux y radiografía de tórax en las pulmonares, electrocardiograma en las cardiológicas, ecografía ante la sospecha de un problema abdominal, etc.
Tratamiento y prevención
El tratamiento de la depresión en los niños y adolescentes comprende psicoterapia, tratamiento farmacológico, apoyo y asesoramiento a la familia, y colaboración con el colegio9. La elección de las medidas terapéuticas se hace en función de la edad, la gravedad del cuadro clínico, la comorbilidad, el número de episodios, la motivación del paciente, las características de la familia y la respuesta a tratamientos previos10. En los casos leves y moderados lo indicado es la psicoterapia; en los casos graves, la psicoterapia y el tratamiento farmacológico. Si el paciente no mejora se replanteará el tratamiento; podrá cambiarse de psicoterapia o añadir tratamiento farmacológico. Si a pesar de ello no se produce una mejoría, habrá que comprobar la posible existencia de comorbilidad y confirmar que el diagnóstico está bien hecho, asegurándose previamente de que el tratamiento se está cumpliendo.
Los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS) son los fármacos de elección en el tratamiento de la depresión en niños y adolescentes. La fluoxetina es el fármaco que cuenta con un mayor número de estudios. También se utilizan el citalopram, la paroxetina y la sertralina, aunque su eficacia es menor.
Los efectos adversos más comunes de los ISRS son las náuseas y molestias gastrointestinales, los trastornos del sueño, la ansiedad, la agitación, la acatisia, las cefaleas, el síndrome serotoninérgico (sobre todo cuando se toman en combinación con otros fármacos serotoninérgicos) y el aumento del tiempo de coagulación.
Otro efecto adverso de los ISRS, menos habitual, es la aparición de un cuadro de manía en sujetos predispuestos (es más frecuente en niños menores de 14 años) o de ideas suicidas en las primeras semanas de tratamiento (el 2,5% con el fármaco frente al 1,7% con placebo); dado que no se ha registrado ningún suicidio, se considera que el beneficio de tratar es superior al riesgo de no hacerlo11.
La dosis inicial del tratamiento es de 10 mg de fluoxetina o citalopram, 25 mg de sertralina, 5 mg de escitalopram y 50 mg de fluvoxamina. Estas dosis se van aumentando lentamente hasta alcanzar la dosis final, que es aquella que logra una mayor eficacia con menores efectos adversos. Las dosis máximas recomendadas son: fluoxetina, 60-80 mg; sertralina, 200 mg; citalopram, 60 mg; escitalopram, 20 mg, y fluvoxamina, 300 mg. Es fundamental ajustar la dosis en función de la respuesta clínica. Las dosis bajas no son eficaces y las dosis altas ocasionan efectos adversos. Una vez desaparecidos los síntomas, debe mantenerse el tratamiento al menos 1 año para evitar recaídas, y esto hay que explicárselo a los padres y al paciente.
Las psicoterapias más eficaces son la terapia cognitivo-conductual (TCC), la terapia interpersonal, la terapia dialéctica, la terapia de habilidades sociales y la intervención psicosocial. La TCC es la que cuenta con un mayor número de estudios. La psicoterapia tiene como finalidad mejorar la imagen personal del niño y reforzar su autoestima, así como contribuir a resolver de modo más eficaz las dificultades de la vida cotidiana o ayudar a aceptarlas cuando son de difícil solución. En los niños pequeños se recomienda la terapia a través del juego.
El apoyo y asesoramiento a la familia es un factor imprescindible en el tratamiento de la depresión de los niños y adolescentes. Los padres tienen que entender lo que le sucede al hijo, las características del cuadro clínico, la importancia del tratamiento, las ventajas e inconvenientes de tratar y de no tratar, lo que se puede esperar y las pautas educativas más adecuadas, de modo que mejoren la comunicación con el hijo y sepan responder de forma eficaz a las conductas inadecuadas12.
Prevenir la depresión requiere una buena formación de los pediatras y los médicos de adultos, para que sean capaces de diagnosticar bien la enfermedad y tratarla de forma apropiada3 (volveremos sobre este tema en el siguiente apartado: «Suicidio»). Cuando los episodios de depresión no se tratan, aumenta el riesgo de que surjan otros y de que el trastorno se haga crónico. Por otra parte, hay que tener en cuenta que la depresión de los padres no sólo eleva el riesgo de que los hijos la hereden, sino que vivir con un padre o una madre deprimidos supone una enorme desventaja para los niños, que repercute en su felicidad y en su adaptación a la vida.
Suicidio
El suicidio, y la conducta suicida en general, forma parte de la clínica y del curso clínico de las enfermedades psiquiátricas y es la causa principal de mortalidad de los pacientes. Se calcula que el 2% de todas las muertes son por suicidio, y se estima que el suicidio es la segunda o tercera causa de muerte de los jóvenes en el mundo occidental. Las ideas y los intentos suicidas son mucho más frecuentes que los suicidios consumados, los anteceden, y es imprescindible detectarlos de cara a prevenir el suicidio. Tradicionalmente se ha pensado que las ideas de suicidio no afectan a los niños menores de 12 años, pero no es cierto. Sin duda la ideación suicida aumenta con la edad, pero cuando se atiende a adolescentes deprimidos en la consulta y refieren que tienen ideas de suicidio, no es tan raro que éstas hayan comenzado a los 10, 11 o 12 años. El 60% de estos niños no se lo cuentan a nadie13.
Los intentos de suicidio son uno de los motivos más habituales de consulta y urgencia médica. No obstante, la consideración social del suicidio como una deshonra ha dificultado que se reconozca su existencia en niños y adolescentes, que se investigue y que se apoye a las familias. El suicidio es un hecho dramático con una vertiente médica fundamental. Los pediatras tienen que ser capaces de detectar los signos y síntomas de alerta, y de tomar medidas de prevención y tratamiento con el paciente y con la familia.
El suicidio y los intentos de suicidio se caracterizan por la existencia de una elevada comorbilidad, por el curso clínico desfavorable en un porcentaje elevado de pacientes y por la complejidad de los factores familiares y sociales que están implicados. El suicidio es una de las realidades humanas que mayor sufrimiento ocasionan, tanto a quien toma esa decisión como a sus familiares. Tal vez sea la mayor tragedia que pueden sufrir unos padres.
Definición
El espectro suicida comprende el suicidio consumado, los intentos de suicidio, las amenazas suicidas y la ideación suicida. El suicidio consumado se define como aquellos actos lesivos que el sujeto se inflige a sí mismo con resultado de muerte. El intento de suicidio, o tentativa autolítica, se define como aquel acto por el que un individuo, de forma deliberada, se inflige un daño a sí mismo sin resultado de muerte. La ideación suicida abarca una amplia sintomatología, desde pensamientos inespecíficos como «la vida no merece la pena», hasta amenazas o ideas suicidas con un plan concreto para llevarlas a la práctica, lo que puede suceder o no.
Algunas diferencias entre el suicidio consumado y el intento de suicidio son las siguientes: en el suicidio el método es de alta letalidad, se produce en circunstancias en que no es posible el rescate, se hace de forma premeditada, no siempre es fácil detectar un desencadenante claro, y suele haber patología psiquiátrica comórbida, especialmente depresión y consumo de drogas. En el intento de suicidio el método es de baja letalidad, se lleva a cabo en público o en circunstancias en que el rescate es fácil, no tiene un carácter premeditado, suele existir un desencadenante concreto, la comorbilidad es menor, y existen rasgos de hiperreactividad al ambiente, ansiedad e intolerancia a la frustración. No obstante, esta distinción tan nítida no siempre se da, y los intentos de suicidio pueden presentar muchas de las características que se describen como propias del suicidio. Los intentos, amenazas e ideas suicidas son muy frecuentes en los adolescentes que consuman el suicidio, por lo que deben considerarse como un factor de alto riesgo de suicidio en el futuro. Si hay enfermedades psiquiátricas o conflictos en la familia, el riesgo es aún mucho mayor.
Epidemiología
Las estadísticas sobre el suicidio siguen siendo incompletas, pues muchos casos no se registran, sobre todo cuando se trata de niños y adolescentes. Según la Organización Mundial de la Salud, las tasas de suicidio en jóvenes de 15 a 24 años oscilan entre 1,1 y 17,2 por cada 100.000 habitantes para ambos sexos, y son mucho más elevadas en los hombres (61/100.000) que en las mujeres (5/100.000). El suicidio es mucho menos frecuente en los niños menores de 14 años, pero en algunos países como Hungría alcanza unas cifras de 2,5/100.000.
La tasa de suicidio en España entre los niños de 10 a 14 años pasó de 0,013/100.000 en el año 2006 a 0,093/100.000 en 2011. Las cifras aumentan de forma progresiva con la edad: así, en 2011 la tasa de suicidio entre los jóvenes de 15-19 años fue de 2,054/100.000, según el Instituto Nacional de Estadística. La ratio hombre/mujer es de 10/3. En la población general la tasa de intentos de suicidio es de 45/100.000 habitantes. El 12% del total se dan en la adolescencia, con una proporción hombres/mujeres que varía de 1/9 a 1/3. Por lo tanto, las chicas intentan suicidarse más veces que los chicos, pero lo logran menos, mientras que los chicos utilizan métodos más contundentes y lo logran más. Se calcula que un 20% de los adolescentes tienen ideas suicidas (el 25% de las mujeres y el 14% de los hombres) y un 8% ha cometido un intento en el último año, porcentaje que desciende al 1% en los niños.
En Estados Unidos, desde 2007 hasta 2015 se ha registrado un incremento en las tasas de suicidio entre los adolescentes, sobre todo en las chicas, que han pasado de 2,4 a 5,1/100.000; en los chicos han ido de 10,8 a 14,2/100.000 (CDC, National Vital Statistics System, 2017). Las niñas, así pues, son un grupo de riesgo. El método más habitual en los intentos de suicidio es la ingestión medicamentosa, mientras que en los suicidios consumados se emplean preferentemente la precipitación, el ahorcamiento, el envenenamiento y el disparo por arma de fuego.
Factores etiopatogénicos
En la etiopatogenia del suicidio intervienen factores individuales, familiares y sociales. Unos predisponen al suicidio, otros desencadenan el cuadro clínico y otros contribuyen a que el riesgo suicida persista. Son de carácter genético, neuroquímico, neuroanatómico, temperamental y ambiental13. Algunos actúan durante los primeros años y otros más tarde, en la adolescencia y en la vida adulta.
A la herencia le corresponde el 30-50% de la varianza de las conductas suicidas14, con una concordancia mayor en los gemelos homocigóticos (24,1%) que en los dicigóticos (2,8%). La prevalencia del suicidio en los familiares de los pacientes que se han suicidado es de 2 a 4,8 veces mayor que en aquellos con familias en las que no ha habido suicidios. De modo similar, la investigación sobre sujetos adoptados que se suicidan ha constatado que las tasas de suicidio en sus familiares biológicos son de 4 a 6 veces mayores que en sus familiares adoptivos. Existe, por tanto, una predisposición genética para el suicidio.
La hipótesis neuroquímica de la depresión y del suicidio considera que existen alteraciones en los sistemas serotoninérgico, dopaminérgico, glutamatérgico, GABA-érgico y cannabinoide, con un papel destacado de los mecanismos de interacción genes-ambiente15. La hipótesis bioquímica tradicional del suicidio postula la existencia de un déficit funcional y metabólico del sistema serotoninérgico, sistema que, casualmente, también regula el estado de ánimo y el control de los impulsos.
Los estudios con técnicas de imagen funcionales y estructurales del cerebro detectan alteraciones de la corteza cerebral, el cíngulo, el estriado y la amígdala en sujetos que han cometido intentos de suicidio, tanto más acusadas cuanto mayor es la letalidad de la conducta suicida.
El maltrato y el abuso sexual son dos circunstancias ambientales que elevan el riesgo de suicidio: el 10-40% de las personas que tienen comportamientos suicidas han sufrido esas situaciones. Se producen cambios en la expresión de los genes y se altera la respuesta al estrés16. Otros factores de riesgo son los conflictos en la familia, la falta de comunicación de los padres con el hijo, la falta de atención y cuidados, el desinterés por los problemas del hijo, las críticas persistentes por su comportamiento, la frialdad afectiva, la falta de amor, los castigos como método educativo preferente y el aislamiento social de la familia.
Clínica
Los síntomas cardinales de la conducta suicida son las ideas de suicidio, las amenazas, los planes para suicidarse, y los actos que se traducen en un intento de suicidio o en un suicidio consumado. La comorbilidad es muy frecuente, especialmente la depresión, el consumo de drogas y los trastornos de personalidad. Es habitual que el paciente acuda a urgencias con síntomas de una intoxicación medicamentosa, o porque ha ingerido alcohol o se ha cortado las venas. El motivo desencadenante puede ser una discusión con los padres o la pareja, la ruptura con un amigo, una situación que causa frustración, o bien una situación familiar intolerable que lleva al individuo a pensar que su vida no tiene sentido. Las ideas de suicidio pueden ser recientes o de larga duración. El que haya habido intentos previos aumenta la gravedad, así como la impulsividad y la actitud violenta hacia los demás. Son factores de mal pronóstico la ausencia de un factor desencadenante claro, la menor edad del niño cuando realiza el primer intento, la presencia de trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), el consumo de drogas y las relaciones interpersonales insatisfactorias e inestables.
Evaluación y diagnóstico
El proceso de evaluación de las conductas suicidas requiere tiempo y experiencia por parte del médico13. Un aspecto esencial es valorar el riesgo de que se repita el intento de suicidio y de que el paciente logre suicidarse, por lo que hay que decidir si se le debe ingresar o no. En caso de duda, lo mejor es hacerlo. La historia previa, los antecedentes familiares y las características de la familia son elementos fundamentales. La evaluación debe hacerse de forma sistemática. En la tabla 7 se expone el proceso de evaluación y diagnóstico de los intentos de suicidio, y en la tabla 8 los factores de riesgo de conducta suicida en el medio familiar.
Que el paciente sufra una depresión u otro trastorno psiquiátrico, que haya habido intentos previos de suicidio, la contundencia del método empleado en el intento, la actitud de los padres ante el intento de suicidio, la capacidad de protección del hijo, el hecho de que los padres sufran trastornos psiquiátricos, y la existencia de desacuerdos y conflictos entre ellos son datos muy relevantes a la hora de tomar decisiones.
Tratamiento
El tratamiento de las conductas suicidas se basa en la psicoterapia, el tratamiento farmacológico de la comorbilidad, y el apoyo y asesoramiento a la familia. Las medidas terapéuticas se deciden en función del cuadro clínico, la evolución, los antecedentes personales y familiares, las características temperamentales, la interacción familiar y la comorbilidad. Es muy importante el tratamiento de las características personales que contribuyen a la conducta suicida, como los sentimientos de desesperanza e inutilidad, la dificultad de comunicación, el escaso control de los impulsos y la intolerancia a la frustración. Se emplean las terapias psicodinámica, cognitivo-conductual, interpersonal, familiar, dialéctica y de apoyo.
El tratamiento farmacológico no mejora de modo directo las conductas suicidas, pero sí es eficaz para tratar la depresión, el insomnio, la ansiedad, la agresividad, las obsesiones y otros cuadros clínicos que pueda presentar el paciente y que están contribuyendo a las ideas de suicidio.
El tratamiento tiene como primer objetivo evitar que se repita el intento y lograr que disminuya la ideación suicida. Un aspecto clave es decidir si se ingresa o no al paciente (tabla 9), teniendo en cuenta además que la inmensa mayoría de las veces éste acude al médico a través del servicio de urgencias, y en menos ocasiones a la consulta.
Otro aspecto esencial es favorecer el cumplimiento del tratamiento, lo que contribuye a mejorar el curso clínico17.
El adolescente puede acudir a la consulta solo o acompañado, y de forma voluntaria o porque lo llevan. El primer contacto con el paciente es un momento crítico para establecer una relación que se base en la confianza, la cercanía y la autoridad del médico. Al principio, habitualmente el chico o la chica niegan que hayan querido suicidarse, minimizan lo que les pasa, se resisten a hablar, pero poco a poco, en un ambiente privado, tranquilo, libre de críticas y juicios morales, a solas con el médico o con otro profesional sanitario, empiezan a hablar de la furia que los llevó a tomar esta decisión; de los sentimientos de abandono, tristeza, inutilidad y culpa que tienen desde hace tiempo; o explican que van mal en el colegio y han comenzado a tomar drogas, o que las consumen desde hace tiempo. Hablar los libera, les quita una gran carga de encima, pues por primera vez comparten lo que les sucede. El primer contacto con el paciente suele ser decisivo para el curso clínico posterior.
Prevención
La prevención de las conductas suicidas es un tema complejo, dadas las numerosas variables que intervienen en ellas (al respecto, puede consultarse la guía de la Organización Mundial de la Salud: WHO Guide to prevent suicide, 2008). En líneas generales, las medidas de prevención consisten en: programas de información colectiva que conciencien a la población sobre el suicidio y combatan las falsas creencias y el estigma de los pacientes; desarrollo de servicios de atención social que tengan entre sus objetivos la prevención del suicidio; formación de pediatras y médicos de atención primaria para que sean capaces de detectar factores de riesgo en sus pacientes; intervenciones individuales; asesoramiento de los medios de comunicación para que la información sobre el suicidio sea adecuada y no se utilice para obtener audiencia; y controlar el acceso de la población a determinados medicamentos y a las armas de fuego18.
Las intervenciones individuales tienen como finalidad identificar a los niños y adolescentes que presentan riesgo de suicido y remitirlos a tratamiento. Es, sin duda, una de las medidas más eficaces, y en ella tienen que implicarse médicos generales, pediatras de atención primaria, enfermeros, maestros y personal de los servicios sociales (tabla 10).
Trastorno bipolar
Introducción
El trastorno bipolar en los niños es una de las enfermedades psiquiátricas que mayor controversia suscitan en nuestros días, sin que exista un criterio unánime acerca de su naturaleza, prevalencia, curso clínico, síntomas definitorios, relación con el trastorno bipolar del adulto y respuesta al tratamiento. A partir de la pubertad, sus características clínicas son similares a las de la edad adulta.
Aunque el trastorno bipolar en la infancia es poco frecuente, se trata de casos graves, por lo que el pediatra debe sospechar la posible existencia de esta patología en niños, al igual que debe sospecharla, por supuesto, en los adolescentes19.
Definición
El trastorno bipolar se caracteriza por la presencia de episodios maniacos, hipomaniacos, depresivos y mixtos.
El episodio maniaco se define por exaltación del ánimo, euforia intensa e irritabilidad, y perturba profundamente la vida diaria del paciente, sus relaciones familiares y sociales, su adaptación y su rendimiento escolar. El paciente muestra una autoestima exagerada e ideas de grandiosidad que pueden tener un carácter delirante, así como insomnio, dificultades de concentración, hiperactividad, verborrea y fuga de ideas, y emprende actividades peligrosas sin evaluar las consecuencias. Dura al menos 1 semana y suele requerir hospitalización.
El episodio hipomaniaco consiste en un estado de ánimo elevado, expansivo e irritable, que se mantiene al menos durante 4 días y se acompaña de síntomas propios del episodio maniaco, pero menos graves, por lo que no interfiere demasiado en la actividad diaria del niño o el adolescente. Habitualmente no requiere hospitalización y nunca aparecen ideas delirantes.
La sintomatología esencial del trastorno bipolar consiste en uno o más episodios maniacos acompañados de uno o más episodios depresivos mayores. De acuerdo con los síntomas presentes en el momento de evaluación del paciente, se clasifica en mixto, maniaco y depresivo. El trastorno bipolar mixto incluye todos los síntomas propios de los episodios maniacos y depresivos mayores (excepto la duración de 2 semanas para los síntomas depresivos), que aparecen o bien de forma conjunta o en rápida alternancia, y persisten al menos 1 semana; los síntomas depresivos se mantienen al menos durante 1 día completo. En el trastorno bipolar maniaco el paciente sufre o ha sufrido recientemente un episodio maniaco, mientras que en el trastorno bipolar depresivo existe o ha existido hace poco un episodio depresivo mayor y además el paciente ha tenido uno o más episodios maniacos.
El DSM distingue entre trastorno bipolar tipo I y tipo II: el primero requiere hospitalización, mientras que en el segundo el cuadro clínico es más leve y no exige hospitalización. También incluye el trastorno bipolar no especificado y la ciclotimia. El trastorno bipolar no especificado se caracteriza por que no se cumplen de forma estricta los criterios diagnósticos. Es el que más se diagnostica en los niños. La ciclotimia se caracteriza por un cuadro clínico más leve y de carácter crónico: debe durar al menos 1 año en los niños y 2 en los adultos.
Los cambios del estado de ánimo son consustanciales al trastorno bipolar. Si se dan cuatro o más en un año se habla de «ciclación rápida», y si el cambio de un episodio a otro tiene lugar en unos días o unas horas se denomina «ciclación ultrarrápida». Estos cambios son más frecuentes en los niños, los adolescentes y las mujeres, dificultan el diagnóstico y empeoran la evolución.
Epidemiología
El trastorno bipolar afecta aproximadamente al 1% de los adultos, tanto hombres como mujeres; su prevalencia en los adolescentes no está clara, y en los niños aún menos, por las razones antes mencionadas. Sí se ha observado un aumento de los diagnósticos en las últimas décadas, con un incremento de los trastornos afectivos. Las tasas de prevalencia en la población pediátrica se sitúan en torno al 1,8%, con cifras inferiores en otros estudios20. Las tasas son más bajas en Europa y más altas en Estados Unidos.
En términos generales puede decirse que el trastorno bipolar comienza antes de los 20 años en un 20% de los casos, antes de los 10 en un 10% y antes de los 25 en un 50%. Por tanto, en aproximadamente la mitad de los pacientes la enfermedad se inicia durante la adolescencia y los primeros años de la juventud, y un tercio de estos pacientes sufren un cuadro grave que requiere hospitalización. Estas cifras son semejantes, sorprendentemente, a las señaladas por Kraepelin, para quien el 3% de los casos de psicosis maniaco-depresiva empezaban antes de los 15 años y el 20% antes de los 20.
Factores etiopatogénicos
La investigación de las causas y mecanismos del trastorno bipolar se ha centrado en los factores genéticos, neuroanatómicos, neuroquímicos, neuroendocrinos y de riesgo familiar y ambiental.
Factores genéticos
El carácter familiar de la manía se sospechó desde las primeras descripciones de la enfermedad; se calcula que el 80% de la varianza corresponde a factores genéticos21, con participación de numerosos genes, cada uno de los cuales aportaría una pequeña parte de la varianza. Son genes candidatos el gen del transportador de la serotonina; el de la monoaminooxidasa A (MAO-A); el gen de la tiroxina hidroxilasa, fundamental para la síntesis de dopamina y noradrenalina; el gen de la COMT (catecol-O-metiltransferasa); los genes de los receptores de dopamina DRD2 y DRD4; el gen del factor neurotrófico derivado del cerebro (BDNF); la neurorregulina 1, y otros como el gen G72 y G30, cuya función aún no se conoce.
Los estudios de gemelos indican una concordancia del 65-70% en los gemelos monocigóticos, frente al 14% en los dicigóticos. Los estudios de familiares revelan que los parientes más cercanos tienen un riesgo 8-10 veces mayor de padecer la enfermedad que los parientes más lejanos y que la población general, lo que indica la transmisión familiar de la enfermedad22. Los niños hijos de padres con trastorno bipolar presentan tasas más altas de enfermedades psiquiátricas, sobre todo depresión, ansiedad, TDAH y trastornos de conducta, y la probabilidad de padecer trastorno bipolar se multiplica por 7. El inicio precoz del trastorno bipolar es un dato de mal pronóstico, con peor respuesta al tratamiento y una tasa más elevada de parientes de primer grado afectados.
Factores neuroanatómicos
El estudio de la neuroanatomía del trastorno bipolar en los niños y adolescentes detecta alteraciones en diversas regiones cerebrales: aumento de las intensidades de la sustancia blanca cortical y subcortical; menor tamaño de la amígdala, el hipocampo y la circunvolución del cíngulo, y reducción de la sustancia gris en la corteza prefrontal dorsolateral. También se observan anomalías de sustancias que son marcadores de la integridad neuronal, como el N-acetil-aspartato (NAA), la colina, el mioinositol y el cociente creatina/fosfocreatina en la región frontoestriada, la corteza del cíngulo, la corteza prefrontal dorsolateral y otras zonas del cerebro; estas anomalías se dan asimismo en los hijos de padres que tienen trastorno bipolar, que también presentan un aumento del volumen de la sustancia gris en el hipocampo y en las regiones que lo rodean.
Las alteraciones de la sustancia blanca y de la sustancia gris en las regiones frontolímbicas anteriores podrían constituir un marcador biológico de trastorno bipolar en los adultos y probablemente también en los niños. Por otra parte, el menor tamaño de la amígdala sólo se observa en los niños, por lo que podría ser un marcador biológico a esta edad. No obstante, hacen falta más estudios para poder confirmarlo.
Factores neuroquímicos
Aún no se conocen con exactitud las alteraciones de la neurotransmisión en el trastorno bipolar ni los mecanismos moleculares que dan lugar al cuadro clínico, aunque es sumamente probable que estén implicados los sistemas dopaminérgico y serotoninérgico, que a su vez podrían ocasionar alteraciones de otros sistemas de neurotransmisión a través de mecanismos de retroalimentación positiva y negativa, que se traducirían en los estados afectivos de la depresión y la manía19. De hecho, los fármacos que se emplean para el tratamiento actúan a través de estos sistemas.
Factores de riesgo ambiental y familiar
La interacción genes-ambiente es una de las vías de investigación más interesantes, con un papel destacado del ambiente familiar, que hay que tener muy en cuenta a la hora de instaurar el tratamiento. Son factores de riesgo y de mal pronóstico que los padres sufran trastorno bipolar, la presencia de acontecimientos vitales estresantes, un nivel socioeconómico desfavorecido, los conflictos en la familia y la emotividad elevada.
La relación padres-hijo se caracteriza por hostilidad hacia el hijo, falta de acuerdo entre los padres, escasa organización, poco apoyo personal e incapacidad para educar a los hijos. Estas características son más evidentes cuando los padres sufren trastorno bipolar, pues se ha constatado que los estilos educativos de estos padres y los modos de respuesta de los niños son inadecuados. Más de la mitad de los niños sufren rechazo en el colegio, tienen menos amigos, se relacionan peor con los compañeros, se sienten solos y soportan cargas altas de estrés. Los acontecimientos vitales estresantes contribuyen al desencadenamiento de la sintomatología y de los sucesivos episodios del trastorno bipolar, disminuyendo la capacidad de adaptación y respuesta del organismo y favoreciendo la rápida ciclación.
Clínica
El cuadro clínico de la manía en los niños no está tan bien definido como en los adolescentes, en quienes es semejante al del adulto. En los niños menores de 9 años los síntomas más destacados son la irritabilidad, las rabietas intensísimas y la labilidad emocional, mientras que los niños de más edad presentarían preferentemente euforia, exaltación, paranoia y delirios de grandiosidad. Ambos grupos sufren hiperactividad, verborrea y distractibilidad. En los niños pequeños se trata de un trastorno de tipo crónico, más que de carácter episódico, con rápidas fluctuaciones del ánimo, incluso de varias veces a lo largo del día, con mezcla de síntomas maniacos y depresivos y con frecuente comorbilidad con ansiedad, TDAH y trastorno negativista desafiante, todo lo cual dificulta el diagnóstico. Los episodios de depresión y de manía son menos aparatosos que en el adulto, y la irritabilidad es un síntoma constante.
A medida que la edad de inicio se aproxima a la pubertad y adolescencia, la «bipolaridad» del trastorno se hace más evidente, con manifestaciones similares al cuadro clásico de trastorno bipolar.
En el adolescente los síntomas característicos son: exaltación del estado de ánimo, verborrea, grandiosidad, fuga de ideas, aceleración del pensamiento, irritabilidad, sentimientos de grandiosidad, dificultad para centrar la atención, hiperactividad, disminución de la necesidad de dormir, descenso del número de horas de sueño y aparición de conductas extrañas. Hay síntomas psicóticos en un 35% de los casos, siendo más habituales en los adolescentes que en los niños23. En un estudio español los síntomas más frecuentes fueron la irritabilidad (92%), la distractibilidad (62%), la inquietud (62%), la agitación y las alteraciones cognoscitivas (60%), seguidos de disforia, grandiosidad e hiperactividad24.
En la tabla 11 se señalan los síntomas clínicos más habituales en los niños y adolescentes (en orden decreciente), y en la tabla 12 algunas de las diferencias entre los niños y los adolescentes.
Diagnóstico y diagnóstico diferencial
Diagnosticar el trastorno bipolar en los niños no es fácil. En cambio, sí lo es en los adolescentes cuando los episodios maniacos están bien delimitados. El problema mayor se plantea con las formas leves o moderadas en las que las oscilaciones del humor no son tan intensas, por lo que pueden confundirse fácilmente con TDAH, trastornos adaptativos, trastorno negativista desafiante o dificultades inherentes a los cambios propios de la adolescencia19. En cuanto a las formas graves, con síntomas mixtos y psicóticos, puede ser difícil diferenciarlas de una esquizofrenia. En la tabla 13 se exponen los criterios diagnósticos del trastorno bipolar del DSM-5.
El diagnóstico diferencial es complejo precisamente por las características del cuadro clínico y porque hay síntomas que son comunes a otros trastornos. Los cuadros y enfermedades que plantean con mayor frecuencia un reto diferencial son el TDAH, la esquizofrenia, los trastornos de conducta, la depresión mayor, los trastornos de ansiedad, los trastornos del espectro autista, el trastorno por abuso de sustancias, los trastornos de personalidad, las enfermedades pediátricas que cursan con síntomas similares y los cuadros por efectos adversos de medicamentos (tabla 14). A su vez, las variaciones normales del humor y la intensidad temperamental pueden confundirse con hipomanía, sobre todo en los niños pequeños.
En la tabla 15 se recoge el diagnóstico diferencial con el TDAH.
Tratamiento
El tratamiento del trastorno bipolar en los niños y adolescentes requiere medidas farmacológicas, de psicoterapia y de apoyo, y asesoramiento a los padres25. La elección del tratamiento se hace en función de la gravedad del cuadro clínico, la fase de la enfermedad, el tipo de trastorno bipolar, el carácter crónico, la comorbilidad, la edad del paciente, los deseos de la familia y del niño, los servicios y tratamientos disponibles, la psicopatología de los padres y las circunstancias ambientales y familiares.
El tratamiento farmacológico abarca tres etapas: tratamiento de los síntomas agudos, de continuación y de mantenimiento. El primero tiene como objetivo lograr la remisión de la sintomatología aguda, y suele requerir hospitalización; la continuación del tratamiento se dirige a evitar las recaídas, y el mantenimiento tiene como objetivo disminuir la recurrencia del cuadro clínico.
El tratamiento farmacológico comprende los estabilizadores del ánimo (litio, valproato, carbamazepina y lamotrigina) y los antipsicóticos atípicos, que ejercen un efecto similar.
Un aspecto fundamental del tratamiento es lograr la confianza del paciente, de modo particular en la fase aguda, y convencerlo de que debe ingresar. El papel del pediatra es esencial, ya que conoce al niño desde pequeño y éste seguramente confía en él. En cuanto a los padres, es importantísimo apoyarlos y asesorarlos. La experiencia de que un hijo sufra un episodio maniaco es terriblemente dolorosa y desconcertante. El médico debe proporcionar una información objetiva y esperanzadora, lograr que los padres se impliquen y evitar que se desmoralicen. La psicoeducación de los padres mejora el pronóstico y la eficacia del tratamiento, pues favorece que el tratamiento se cumpla.
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